Había una vez una madre -bueno así se nombraba ella- que tenía un hijo con sidrome de Dawn. Su vida no era fácil, aunque su hijo se esforzaba por no gritar, por no moverse, por no comer, nunca lograba conmover a su mamá, que pasaba días enteros esperando su muerte y esta simplemente no llegaba.
En la casa de al lado había un anciano muy sabio al que le gustaba mirar a la calle, por su amplia ventana sentado en su sillón verde. Él miraba a esa madre pasar frente a él con su hijo callado y cabizbajo caminando muchos pasos atrás de ella. El hombre vivía solo desde hace muchos años con la única compañía de un gato llamado Salomón.
-Salomón, mira a esos dos son como Rodrigo y Omar, van tan separados que a lo mejor no se han dado cuenta que nunca han estado juntos, que nunca se podrán reunir.
El anciano se levantaba en ese momento a regar una planta que adornaba su ventana. Les daba los buenos días y a veces un sonido parecido a un mugido salía de la boca de la madre. En las noches llegaba a la casa del anciano una mujer joven, que lo bañaba, lo consentía de la manera en que las pocas horas de oscuridad se lo permitían, le hacía el amor con tanta pasión que quedaba dormida en los brazos frágiles de aquel hombre al que debía abandonar apenas comenzará a brillar un sol tan grande como su amor.
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