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¿De que te arrepientes profesor?... ¿profesora?

“Los perdedores, como los autodidactas, poseen siempre conocimientos más amplios que los triunfadores. El placer de la erudición está reservado a quienes no alcanzan el éxito.” — Umberto Eco, El País, 1980


Las representaciones de la docencia en el cine, la televisión y las series de streaming han cambiado notablemente en los últimos años. La idealización del maestro como un ser dispuesto a todo —incluso a renunciar a cualquier aspiración personal— con tal de que sus alumnos superen las condiciones adversas de su entorno y alcancen sus metas, ha cedido su lugar a una visión más realista que lo muestra como un profesional incansable que intenta hacer lo mejor posible, aunque muchas veces no lo logre. Y es que, estimado lector, hoy todo es muy distinto a lo que era hace algunos años.

Circulan videos de docentes agredidos y humillados por estudiantes que parecen incontrolables. Estas escenas encubren formas de violencia que no podemos comprender sin reconocer que son apenas versiones atenuadas —y a menudo editadas— de lo que ocurre en la realidad educativa actual: una situación alarmante por lo repetitiva y ritualizada que puede volverse la vida en el aula.

La violencia escolar, el abuso sexual, las drogas, las balaceras y lo que algunos llaman “batalla cultural” han irrumpido en el ámbito educativo. Sin embargo, pese a lo evidente, muchos se niegan a aceptar que la escuela no es la única institución que forma, aunque sí es la más relevante, pues a diferencia de otras, sus fines buscan el bien común. Por ello, y pese a todo, sigue siendo la más desinteresada, ya que en medio del caos conserva la capacidad de ofrecer un espacio estructurado y un orden que, aunque imperfecto, brinda momentos de silencio para que los adolescentes construyan su identidad.

Reconozcámoslo también: existen escuelas vencidas por los problemas personales. Profesores que enfrentan familias disfuncionales, adicciones o condiciones laborales precarias; padres que no aman a sus hijos y hacen de la negligencia su principal método de crianza, delegando su responsabilidad a quien se deje; y niños o jóvenes que absorben la violencia como esponjas, reproduciéndola primero como estrategia de supervivencia y después como forma de expresión.

En los últimos días hemos presenciado hechos lamentables. Primero, surgió una nueva embestida contra la Nueva Escuela Mexicana cuando se incluyó entre los temas sugeridos para el Consejo Técnico Escolar el de las adolescencias trans. Luego vino el asesinato de Carlos Manzo —un hombre que criticó tanto al panismo como a la élite de Morena— a manos de un sicario de 17 años, Víctor Manuel, quien fue abatido por un policía en el momento del crimen.

Respecto al primer tema, solo quisiera señalar que, ante los problemas actuales que enfrenta la escuela, la pretensión de los defensores de la llamada “batalla cultural” de que los docentes mexicanos adoptemos sus temores —como la supuesta amenaza de las infancias trans o su cruzada contra el lenguaje inclusivo— resulta absurda. Sobre todo porque, por ahora, no ofrecen ninguna alternativa ante la verdadera emergencia que estamos viviendo. Además, se trata de un asunto ya establecido en nuestras leyes: los maestros de México no negociamos las normas, nos corresponde aplicarlas y hacerlas respetar por quienes están bajo nuestro cuidado. Hoy, todo nos obliga a reconocer y garantizar la libre determinación de la identidad de niñas, niños y adolescentes.

La muerte de Carlos Manzo, aunque será utilizada como bandera para movilizar la indignación, no deja claro cómo podría una campaña semejante transformar la situación de violencia que sufre el país. Ninguna figura de la oposición —ni de derecha ni de izquierda— ha conseguido explicar de qué modo su llegada al poder podría modificar lo que estamos viviendo. Hasta ahora, su única propuesta concreta, rechazada casi por unanimidad, consiste en permitir la intervención militar estadounidense.

Sin embargo, para un maestro como yo, la pregunta más importante no es si algún movimiento emergente logrará dominar la escena política, sino cómo un joven como “Víctor Manuel” terminó atrapado por el crimen organizado. Sé que en los próximos días habrá poca información por miedo a que otros intenten imitar sus actos, pero mientras tanto, muchos adolescentes siguen cayendo en las redes de estas organizaciones. ¿Cómo podemos ayudarlos?

Para comenzar, quisiera proponerle, estimado maestro y apreciada maestra, que hagamos un examen de conciencia sobre nuestras acciones en el aula. No para caer en culpas inútiles, sino para reconocer nuestra fortaleza; para recordar con cariño y esperanza ese momento en que encontramos a un niño abrumado por los problemas y lo vimos salir adelante, sonriéndonos con toda la alegría de su corazón. Tal vez porque le dimos, de forma consciente o no, la oportunidad de demostrar que también podía hacerlo bien y vencer —aunque fuera una vez— la adversidad que lo acosaba.

Sé que quizá no podamos mostrarles a “nuestros niños”, como decían los maestros de antes, las maravillas de la ciencia y el progreso humano. Tal vez solo podamos ofrecerles nuestro afecto y pequeños triunfos a los que aferrarse cuando todo se oscurezca. Pero hagámoslo; quizá eso baste.

Y, por qué no, seamos también un muro de contención y un ejemplo frente a las opiniones que pretenden imponer aún más violencia a quienes nunca han tenido otra opción que los golpes y las balas. Nosotros, que los conocemos y los tenemos a nuestro lado algunas horas a la semana, mostremos la paciencia que nunca han recibido. Si nos gritan, pidámosles con firmeza, pero con afecto, que no lo hagan. Seamos ejemplo de que, antes de los golpes, existen muchas alternativas. Y, sobre todo, hagamos del perdón una filosofía que nos permita continuar, disculpando nuestros errores y los de los demás.

Lo esencial que debe ofrecer una escuela es el cuidado de sus miembros; el aprendizaje vendrá por sí mismo.


   

  









 

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